LAS TRIBULACIONES DE ELSA ROBLES

CAPÍTULO 5

LA ÚLTIMA VEZ QUE VI NEVAR 

LAS TRIBULACIONES DE ELSA ROBLES

CAPTÍTULO CINCO

La última vez que vi nevar

Había pasado una mala noche, pésima más bien. Cien mil vueltas en la cama y tropecientas mil ovejitas habían sido insuficientes. Algo se agitaba dentro de mí, algo rumiaba, pero lo había escondido de manera inconsciente en mi subconsciente. Subyacía una sensación extraña, algo que se parecía a la amenaza de un desastre inminente y no tenía muy claro el porqué o quizás sencillamente no quería verlo. Nos volvemos ciegos y sordos a menudo y en un considerable número de ocasiones tal ceguera y tal sordera son un acto reflejo, pero también voluntario en cierta forma. Algo en algún lugar remoto de nuestras mentes, a menudo frágiles y cobardes nos proporciona una inesperada coraza con la que envolver nuestros temores y proporcionarnos ciertas dosis de resiliencia, una resiliencia prestada y tan frágil que contradice la definición del término.

Abrí los ojos con estupor, alguien había arrojado algo sobre mí. Me incorporé de un salto, lo que no habría creído posible unos minutos antes.

Germán estaba allí, sonreía con aquella sonrisa que siempre acababa por desarmarme y derrumbar cualquier atisbo de resistencia. Ya sabía entonces que su sonrisa era tan falsa como todo lo que había caracterizado nuestra extraña relación y, sin embargo, me encontré sonriendo como una idiota, sin poder abrir los ojos, medio adormilada y aturdida por el olor a alcohol que desprendía.

No, aquel día no llevaba su habitual perfume, el que le regalaba por su cumpleaños, por Reyes y en alguna que otra ocasión en el día de los enamorados, saltándome la norma no escrita que habíamos seguido desde que empezamos a salir juntos. Había salido de copas, o eso me había dicho, pero debía haberse alargado la velada porque el sol entraba a raudales a través de los visillos de la puerta ventana que daba a la terraza y su lado de la cama estaba intacto. Podía ver su sonrisa, de nuevo esa sonrisa, sus dientes blancos y bien alineados sus ojos ambarinos y sus manos, que tantas veces habían acariciado mi cuerpo y ahora sostenían algo que él agitaba en el aire con complacencia, como si fuera un boleto premiado en la lotería. Entonces caí en la cuenta de que antes de que consiguiera incorporarme me había arrebatado aquello que solo un momento antes había dejado caer sobre la manta que cubría mi cuerpo y antes de que consiguiera abrir los ojos por completo él había puesto aquellos papeles frente a ellos y yo no di crédito, pensé que en realidad nada de todo aquello estaba ocurriendo, que la verdad era que seguía durmiendo y soñando. O tal vez soñaba despierta, o quizás Germán quería tomarme el pelo.

Pero no, no era así. Aquello que agitaba en el aire con la misma cara que habría puesto al poner frente a un niño su regalo de Reyes eran dos billetes de avión.

Aquella misma noche llegamos a Finlandia, resulta redundante decir que hacía frío, no podía ser de otra manera, era un sábado de mediados de enero, él había tomado dos días de permiso para alargar el fin de semana y yo decidí tomarme dos días de descanso en la escritura del libro que llevaba entre manos, una historia bastante gore que me había encargado un autor de mucho renombre.

El frío acabó tan pronto como entramos en la acogedora habitación de un hotel de cinco estrellas. Las paredes eran de cristal y desde la cama podíamos contemplar la nieve que cubría las copas de los árboles y los tejados de los edificios adyacentes mientras hacíamos el amor a la luz de las farolas del cercano bulevar. Finlandia podría haber sido cualquier otro lugar, apenas salimos de aquella habitación que parecía sacada de un cuento de hadas navideño, tan solo vimos las nevadas calles, la nieve que caía en gruesos y macizos copos en los trayectos de ida y vuelta en taxi desde y hacia el aeropuerto.

El servicio de habitaciones se ocupó de mantener nuestros estómagos satisfechos y nuestros paladares agradecidos, porque Germán parecía no haber querido reparar en gastos. Eligió los mejores manjares, el mejor champán, una habitación con vistas y jacuzzi. Recuerdo que en algún momento me pregunté si le habría tocado la lotería y había decidido ocultármelo, no resultaba tan extraño, después de todo llevaba tiempo ocultándome mucho.

Pero aquellos días todo parecía haber vuelto a la cotidianidad de nuestros primeros días, dejé de sentir aquella opresión que había anidado en mi pecho, en mi mente, en todo mi cuerpo, aquella sensación de inminente desastre que mi frágil mente había dejado enterrar bajo la apariencia de una resiliencia tan falsa como todo lo que en aquellos momentos estaba viviendo, aunque yo me negara a creerlo.

Regresamos a casa un martes a mediodía, el enero levantino nada tenía que ver con el ártico. Me alegré de volver a casa, durante un momento sentí que todo volvía a ser como había sido al principio. Sonreí bobalicona sintiendo la resaca del amor, el confort de un fin de semana mágico, dispuesta a hacer desaparecer de mi mente todo abismo de aprensión y aquella inexplicable sensación de desastre. Sí, en aquellos momentos aquella inexplicable sensación de desastre me parecía aún más inexplicable, me sentí neurótica y estúpida.

Pero mucho más estúpida me sentí un momento después.

Germán subió las escaleras a grandes zancadas, como si tuviera prisa. Yo me quede plantada en el primer peldaño, justo al lado de un jarrón en el salón que unía las dos plantas de la que todavía era nuestra casa.

La sensación de desastre se volvió más inminente, mi corazón bombeaba taquicárquico, una opresión en el pecho me impedía respirar, abrí la boca, la cerré. Germán se acercó me dio un beso en los labios, un beso tan suave que apenas sentí, abrumada como estaba por emociones desbordadas y extremas. Me sentí morir.

Germán no volvió, ni siquiera me escribió. Intenté encontrar una explicación que jamás me quiso dar, tampoco insistí. Sus explicaciones habrían sido tan falsas como todo lo que vivimos desde el día que nos encontramos en el ascensor de mi amiga Paola, que vivía en el mismo edificio que su amigo Juan.

Aquello debió ser una señal, el ascensor ese día subió disparado para después caer en picado, en una brusca parada que nos empujó a él contra mí, a mí contra él y una brusca sacudida que nos separó de golpe.

Sí, así fue nuestra historia de amor o desamor.

Ya no busco a Germán entre las multitudes ni busco en los catálogos lugares con nieve.


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