PRÓLOGO

Hace tiempo que conozco a Elsa.

Siempre la vi como un ser extraño, alguien peculiar, tirando a raro, haciendo honor a su apellido. Nunca le tuve demasiado afecto, en realidad a menudo fui bastante dura con ella. Quizás me faltó empatía.

Pero han ido pasando los años y a medida que la he ido conociendo más, poco a poco, he empezado a entenderla mejor. No estoy segura de haber conseguido aún sentir por ella un gran afecto, pero he empezado a quererla un poco más.

Elsa escribió una novela, hace tiempo. La novela tuvo bastante éxito, pero causó cierto revuelo y le aportó como escritora gran reconocimiento pero también muchos problemas, desvelos y decepciones. Entonces comprendió que lo suyo era escribir, pero solo eso. Todo lo demás, lo que envuelve el mundo de la edición, la publicación y el marketing le queda un poco grande. Así que decidió convertirse en un «negro», como se denomina, no sé muy bien por qué, a esas personas que escriben para otros, de incógnito, agazapadas en su escritorio y sin permitir que su nombre salte a la vista. Nadie conoce a Elsa Raro en el gran mundo de la literatura y , sin embargo, ha escrito novelas para personas de gran prestigio literario que publican en grandes editoriales e incluso han ganado algún que otro premio literario, del cual solo ha recibido una parte insignificante. Ella ya cobra por hacer su trabajo, le han asegurado sus «negreros» y Elsa se ha alzado de hombros y… A seguir.

Su nombre real es Demelza, su madre era una apasionada de aquella serie tan popular en los años 8O, estaba enamorada del protagonista, como casi todas las jovencitas de la época y adoraba el encanto y la dulzura de su esposa, así que decidió llamar a su hija así.

Para Demelza, el nombre empezó a resultar demasiado empalagoso cuando empezó su adolescencia, así que decidió acortarlo y sustituirlo por Elza. Así la llamaron amigos y conocidos durante cierto tiempo, pero esa «Z», que resultaba un poco forzada, pronto fue sustituida por una «s». Y así pasó a llamarse Elsa.

Os iré contando poco a poco cosas sobre ella, es un personaje muy humano y como tal imperfecto y repleto de contradicciones, según ella un auténtico desastre. Una especie de Bridget Jones a la española, un poco loca y bastante perdida en un mundo en el que no acaba de encajar.

Creo que se lo debo por haberla juzgado duramente cuando solo era una conocida lejana. A medida que me acerco a ella y a medida que el rasero con el que mido a las personas ha bajado de forma considerable. Os hablaré de las tribulaciones de Elsa, un poco de su historia, de eso mundo un poco loco en el que se mueve.

Si consigo acabar esta historia habrá que decidir si es una heroína o un personaje con todas las características del clásico antihéroe de algunas novelas clásicas.

Esto es una novela por entregas, como aquellas de antes, pero en medio muy de hoy, un mundo extraño y virtual, tan loco como el mundo de Elsa.

CAPÍTULO 1

HERIDAS

 

     Las heridas del cuerpo cicatrizan con relativa facilidad.

     Tras un tiempo se queda una costra reseca, gracias a la benigna ayuda de agentes externos como el sol, el aire, alguna cataplasma de aloe vera u otra sustancia cicatrizante aplicada en la zona dañada, que se acaba desprendiendo por sí misma o que puedes arrancar con un solo movimiento de los dedos. La piel retoma su estado normal.

     Las heridas del alma tienen más complicado remedio.

     No es solo su característica interna, que las vuelve inmunes a beneficios externos, a menudo es la dificultad de encontrarlas, visualizarlas o aceptarlas. Indagar en ellas se siente como hurgar en una herida, siempre con el peligro subyacente de que sangre y duela.   

   Las heridas del alma vienen de lejos y a menudo se enquistan, mientras quedan agazapadas entre recuerdos que nuestra memoria selectiva atrapa y atesora por pura supervivencia, pero subyacen en una especie de duermevela, a menudo reaparecen en sueños o en vigilia para recordarnos que siguen vivas, que nunca se fueron, dispuestas a condicionar nuestros pensamientos y actitudes, a complicarnos la existencia.

     Demelza se sintió encantada el primer día de guardería. Incluso hoy reconoce que tenía muchos aspectos positivos. Era una especie de granja escuela situada en las afueras del pueblo, no muy lejos de su casa, con dos aulas de tamaño mediano y un inmenso jardín. Suponía la oportunidad de relacionarse con niños y niñas de su edad y salir del apacible pero limitado entorno en el que había vivido durante sus primeros  años, una especie de burbuja donde se sentía mimada y protegida.

     El contacto con la naturaleza, árboles, plantas y algunos animales domésticos resultaba un atractivo añadido. Pasaban la mayor parte del día bajo el sol, jugando, escuchando los cuentos que una maestra entrada en años les contaba, cantando. Ese sol, que era una bendición durante los primeros meses, entre otoño y invierno, empezó a resultar ligeramente molesto e incluso agresivo, a medida que avanzaba la primavera, casi insoportable a las puertas del verano. Pero entonces, doña Eulalia, que era una profesora muy apañada les ofrecía unos helados caseros, que ella misma preparaba y que sabían a gloria. Los helados les refrescaban y aliviaban el calor, pero no conseguían ahuyentar los dolores de cabeza que a Demelza le producían los rayos de sol, ni los recuerdos de momentos que eran bastante oscuros.

     Habían elegido un apodo para ella que prefiere no mencionar, se negó a decírmelo, le produce dentera y unos extraños escalofríos, le hace revivir un sinsabor que la acompañó durante mucho tiempo y forjó los cimientos de una personalidad con significativos claroscuros. Aquel horrible mote, que era motivo de risas entres sus jovencísimos compañeros, y que aludía a su aspecto físico, más bien menudo, delicado y enjuto y a su personalidad introvertida y apocada, no evitaba que la mayor parte del tiempo todo fuera más o menos normal, ni siquiera le parecía anormal sentirse un poco aislada y diferente. Había lo suficiente para equilibrar la balanza.

     Su día preferido era el sábado. Ese día antiguos alumnos y alumnas de la guardería que ya estaban en la escuela les visitaban y les enseñaban lo que ellos iban aprendiendo, las letras, los números. Demelza, que siempre fue una niña con un considerable interés en aprender, disfrutaba de aquellos momentos y anhelaba llegar a saber leer y a escribir para poder devorar todos los libros que reposaban en la inmensa librería del salón-comedor de su casa.

     Puesto que la guardería quedaba cerca de su casa, en un barrio tranquilo, donde apenas circulaban coches, podía darse el caso de que algún día algunos padres no acudieran a recoger a sus hijos por cualquier motivo, pero siempre había algún adulto que se encargaba de sustituir la ausencia.

     Aquel día no acudió ningún adulto, pero sí la hermana mayor de una de las alumnas. La niña tendría unos ocho años, pero doña Eulalia debió considerarla lo suficientemente madura como para dejar a todos los niños en sus manos durante el corto trayecto a casa. No podía pasar nada y, en realidad, no pasó nada. O tal vez pasó mucho.

    Uno de los niños dijo que había muerto alguien en un barrio cercano y propuso ir a echar un vistazo, solo había que desviarse unos pasos. Su improvisada cuidadora no hizo muy buena cara, pero la insistencia de los niños acabó por convencerla. La muerte era algo tan inusual en aquellos tiempos que despertaba una gran curiosidad en unos niños que tenían toda una vida por delante y un desmesurado interés en vivir situaciones diferentes.

     En realidad, la incursión en el barrio no sirvió de mucho, el difunto ya había sido trasladado al tanatorio y frente a la puerta de su casa solo quedaba un corrillo de vecinos compungidos y llorosos. No sirvió de mucho, pero alargó el camino de vuelta a casa y frustró las ganas de aventura de unos críos de entre tres o cuatro años.

    En ese momento, en la mente de Demelza, en sus recuerdos, aparece como una especie de nebulosa, una amnesia corta que nunca ha sido capaz de rellenar. Nunca supo como empezó todo, quizá la insultaron, utilizaron aquel horrible apodo, no podría asegurarlo. Se recuerda de pronto tirada en el suelo, una de las niñas arrastrándola de la trenza que tan amorosamente había peinado su madre aquella mañana, un clamor de risas y aplausos. Nada más. No recuerda nada más.

    Pero sí que recuerda que fue aquel año, a edad tan temprana cuando conoció a una indeseable compañera que no la abandonaría nunca. Descubrió la hipocresía, las grandes diferencias entre el dicho y el hecho. No podía entenderlo, era demasiado pequeña, pero ningún niño dio muestras de arrepentirse de lo que habían hecho, la trataron con la misma anormal normalidad de siempre el resto del curso. Doña Elualia y las otras maestras le hablaban a su madre y a su abuela, que normalmente acudían a recogerla, de lo buena niña que era Demelza, de lo lista que era, de las ganas de aprender que mostraba, pero jamás mencionaron las risas de sus compañeros cuando la llamaban de aquella horrible y ofensiva manera, ni hacían alusión a su tendencia a aislarse, a sentarse en un lado del jardín, encerrada en sus pensamientos y dejando que el sol le provocara mal de cabeza y la tristeza vómitos y efectos psicosomáticos.

   Pese a los buenos momentos, que también los hubo, Demelza empezó con muchísima ilusión el primer día de colegio, el curso siguiente y se sintió liberada de su pasado reciente. Empezaba una nueva etapa, ya estaba en el cole de los mayores, tenía una maestra encantadora, nadie se metía con ella ni le llamaba con otro nombre, se sentaba en una mesa con otros niños y niñas de su edad, quedaba con algunas de sus compañeras para jugar a medio día y por la tarde, avanzaba en la lectura y en la escritura. Durante un tiempo llegó a pensar que era una niña normal. Era feliz. Desaparecieron sus dolores de cabeza, sus vómitos, su tendencia al ensimismamiento. Tenía cinco años.