
Me recuerda tardes de cole, la lealtad de los animales de compañía, evoca dulzura y calidez, desprende cierta melancolía por la inocencia perdida.
Subyace una sutil, casi subliminal, exaltación de lo sencillo y lo cotidiano, transparencia y claridad.
Me encanta. Desde siempre y por siempre. Grandes, Juan Ramón y su Platero.
Platero y Yo – Estrofas
LA ELEGÍA I
PLATERO es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: «¿Platero?
«, y viene á mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal… Come cuanto le doy.
Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel… Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco como de piedra.
Cuando paso, sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo: —Tiene acero…
Tiene acero.
Acero y plata de luna, al mismo tiempo. PAISAJE GRANA LA cumbre.
Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y luminosa. Yo me quedo extasiado en el crepúsculo.
Platero, granas de ocaso sus ojos negros, se va, manso, á un charco de aguas de carmín, de rosa, de violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas de sangre. El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño, ruinoso y monumental.
Se dijera, á cada instante, que vamos á descubrir un palacio abandonado… La tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada de eternidad, es infinita; pacífica, insondable… —Anda, Platero…
III
ALEGRÍA PLATERO juega con Diana, la bella perra blanca que se parece á la luna creciente, con la vieja cabra, gris, con los niños…
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos.
Y Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor. La cabra va al lado de Platero, rozándose á sus patas, tirando, con los dientes, de la punta de las espadañas de la carga.
Con una clavellina ó con una margarita en la boca, se pone frente á él, le topa en el testuz, y brinca luego, y bala alegremente, mimosa igual que una mujer… Entre los niños, platero es de juguete.
¡Con qué paciencia sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso! ¡Claras tardes del otoño moguereño!
Cuando el aire puro de Octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladridos y de campanillas… MARIPOSAS BLANCAS LA noche cae, brumosa ya y morada.
Vagas claridades malvas y verdes perduran tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de campanillas, de fragancia de hierba, de canciones, de cansancio y de anhelo. De pronto, un hombre obscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante la cara fea por la luz del cigarro, baja á nosotros de una casucha miserable, perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta. —¿Va algo?
—Vea usted… Mariposas blancas…
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y yo lo evito.
Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin pagar su tributo á los Consumos… LA PRIMAVERA ¡Ay, qué relumbres y olores!
¡Ay, cómo ríen los prados! ¡Ay, qué alboradas se oyen! Romance popular. EN mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los pájaros. Salgo al huerto y doy gracias al Dios del día azul.
¡Libre concierto de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza, caprichosa, su canto en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja caída; de fuego, la oropéndola charla en el chaparro; el chamariz, ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente. ¡Cómo está la mañana!
El sol pone en la tierra su alegría de plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa, en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva. Parece que estuviéramos dentro de un g r a n panal de luz, que fuese el interior de una inmensa y, cálida rosa encendida.
¡ANGELUS!
MIRA, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas, blancas, sin color… Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de rosas la frente, los hombros, las, manos… ¿Qué haré yo con tantas rosas? ¿Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste—, mas rosas, más rosas—, como un cuadro de Fra Angelico, el que pintaba el cielo de rodillas?
De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas á la tierra.
Cual en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la torre, en el tejado, en Jos árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado. Más rosas, más rosas, más rosas… Parece, Platero, mientras suena el Angelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba á las estrellas, que se encienden ya entre las rosas… Más rosas…. Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.
VII
EL LOCO VESTIDO de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo á las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente:
—¡El loco!
¡El loco!
¡El loco!
…Delante está ya el campo verde.
Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos—¡tan lejos de mis oídos!—se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte… Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
—¡El lo…co!
¡El io…co! VIII
LA FLOR DEL CAMINO QUÉ pura, Platero, y qué bella es esta flor del camino!
Pasan a su lado todos los tropeles—los toros, las cabras, los potros, los hombres—, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado triste, sin contaminarse de impureza alguna. Todos los días, cuando, al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú la has visto en su puesto verde.
Ya tiene á su lado un pajarillo, que se levanta—¿por qué?—al acercarnos; ó está llena, cual una breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya consiente el robo de una abeja ó el voluble adorno de una mariposa. Esta flor vivirá pocos días, Platero, pero su recuerdo ha de ser eterno.
Será su vivir como un día de tu primavera, como una primavera de mi vida. ¡Ay! ¿Qué le diera yo al otoño, Platero, á cambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, el ejemplo sencillo de la nuestra? RONSARD LIBRE ya Platero del cabestro, y paciendo entre las castas margaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he sacado de la alforja moruna un breve libro y, abriéndolo por una señal, me he puesto á leer en alta voz:
Comme on voit sur la branche au mois de mai la rose En sa belle jeunesse, en sa première fleur, Rendre le ciel jaloux de… Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que el sol hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro.
Entre vuelo y gorjeo, se oye el partirse de las semillas que el pájaro se está almorzando. …jaloux de sa vive couleur…
Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa viva, sobre mi hombro… Es Platero, que, sugestionado, sin duda, por la lira de Orfeo, viene á leer conmigo.
Leernos: …vive couleur, Quand l’aube de ses pleurs au point du jour l’a… Pero el pajarillo, que debe digerir aprisa, tapa la palabra con una nota falsa.
Ronsard se debe haber reído en el infierno…
LA LUNA PLATERO acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y volvía á la cuadra, lento y distraído entre los altos girasoles.
Yo le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de los heliotropos. Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de septiembre, dormía el campo lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos.
Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de oro, puso la luna sobre una colina. Yo le dije á la luna:
…Ma sola ha questa luna in ciel, che da nessuno cader fu vista mai se non in sogno.
Platero la miraba fijamente y sacudía, con un duro ruido blando, una oreja. Me miraba absorto, y sacudía la otra… EL CANARIO VUELA UN día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su jaula.
Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que yo no había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre ó de frío, ó de que se lo comieran los gatos. Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto, en el pino de la puerta, por las lilas.
Los niños estuvieron, toda la mañana también, sentados en la galería, absortos en los breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba junto á los rosales, jugando con una mariposa. A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y allí se quedó largo tiempo, latiendo en el suave sol que declinaba.
De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez alegre. ¡Qué alborozo en el jardín!
Los niños saltaban, tocando las palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los seguía, ladrándole á su propia y riente campanilla; Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y, poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y tibio… XII
SUSTO ERA la comida de los niños.
Soñaba la lámpara su rosada lumbre tibia sobré el mantel de nieve, y los geranios rojos y las pintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría aquel sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres; los niños discutían como algunos hombres. Al fondo, dando el pecho á un pequeñuelo, la madre, joven, rubia y bella, los miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara noche de estrellas temblaba, dura y fría. De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, á los brazos de la madre.
Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos corrieron tras de ella, con un raudo alborotar, mirando, espantados, á la ventana. ¡El tonto de Platero!
Puesta en el cristal su cabezota blanca, agigantada por la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce comedor encendido. XIII
LA ESPINA ENTRANDO en la dehesa, Platero ha comenzado á cojear.
Me he echado al suelo… —Pero, hombre, ¿qué te pasa?
Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino. Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja.
…